La lechuza va detrás de mí a todas partes. En la calle, la veo posa en las antenas de televisión, en lo alto de los postes o sobre los anuncios comerciales. Con los ojos muy abiertos, fijos, enormes, inmutables, inexpresivos, desconsoladores. Jamás la he oído cantar, pero para llamar mi atención, para hacerme saber que está ahí, emite un suave y sofocado sonido que se semeja al discreto regüeldo de un banquero bien educado que ha comido más de la cuenta.
Cuando viajo en autobús, la lechuza asoma por alguna ventanilla, colgada de la parte exterior del techo, como si fuera un murciélago. Si voy en automóvil, hace lo mismo, nada más que por la ventanilla trasera, agarrada sepa Dios de dónde.
Mi lechuza no duerme, no descansa, como si aún estuviera imbuida por la actividad constante y esquizofrénica del afortunadamente finado sexenio echeverrista. Aparece en cualquier sitio, vigilante pero circunspecta. Mi lechuza es diurna y nocturna, de día de sol y de día de lluvia, de noche de luna y de noche oscura. Lo mismo me sigue cuando voy a pie que cuando viajo a caballo o en avión. Al acostarme la oigo revolotear alrededor de la casa y luego colarse por mi ventana. Se instala sobre un viejo armario y vela mi sueño. Mejor dicho, impide mi sueño. Cuando voy a la oficina, sube los escalones a saltitos y ya en el piso de arriba emprende el vuelo y da tres vueltas antes de posarse sobre la puerta de la dirección. El señor director sin embargo,, me asegura que nunca la ha visto. Él dice que, lo que ve a veces, son pterodáctilos: lo cual es comprensible, pues es una persona mucho más importante que yo.
La lechuza también me acompaña al bar, si bien parece aburrirse con la conversación de la selecta clientela. Por otra parte, la calva del tabernero, el ínclito señor Valencia, ejerce sobre ella (sobre mi lechuza, no sobre la clientela) una especial fascinación. Inclusive llega a instalarse sobre su bruñida superficie, sin que estas confianzas parezcan molestar al buen hombre. En realidad, creo que ni siquiera se da cuenta de su presencia.
Todo esto se lo conté a un amigo que psiquiatra.
-¿Cómo es tu lechuza? -me preguntó-. ¿De plumaje oscuro o gris clarito?
-Ni lo uno ni lo otro - repuse-. Más bien, es color rosa.
-¿Y sus ojos? ¿Son verdes o castaños?
-Azules. Más azules que los de Elizabeth Taylor, antes de que se divorciara por séptima vez.
-¿Y el pico?
-Elizabeth Taylor no tiene pico.
-Digo el de la lechuza.
-¡Ah! Blanco, con doce pecas anaranjadas.
Mi amigo el psiquiatra movió gravemente la cabeza.
-Lo siento, muchacho -me dijo en tono de compasión-. Me parece que sufres alucinaciones. Tu lechuza es simplemente un producto de tu acalorada fantasía. Las verdaderas lechuzas son moradas, con ojos rojos y pico azul pólvora perlado, con tres lunares blancos. Así es la mía, la que también me sigue por todas partes.
El facultativo señaló hacia un abanico que pendía del techo de su consultorio, pero que estaba parado.
-Mírala - me dijo.
Allá no había ninguna lechuza. Ni morada ni de ningún otro color. Vi solamente cinco plumas amarillas, pero que más bien parecían de guacamaya. Yo no quise contradecirlo, por no darle un disgusto. Después de todo, el tener una lechuza propia es motivo de orgullo. Confidencialmente otros amigos poseen lechuzas particulares de diversos colores. Sin embargo, todas tienen ojos enormes, fijos, inmutables, inexpresivos, desconsoladores. Será que con el alza inmoderada del precio del whisky escocés, ahora todos bebemos aguardiente de caña de la misma marca.
Anoche hablé con un taxidermista.
-Le he tomado cariño a mi lechuza -le confesé-, y por lo tanto no quiero perderla. Tengo miedo de que un día se la lleve el viento o que muera electrocutada al posarse sobre los postes de la luz. ¿Podría usted disecármela?
-Cácela primero y después me la trae -sonrió socarronamente el taxidermista.
En casa -que es la de ustedes- tengo una escopeta de dos cañones, bien engrasada y bien cargada. Pero no es cuestión de salir a la calle y ponerme a disparar contra las antenas de televisión, los postes y los anuncios comerciales, aunque esto último estaría justificado. La gente se asusta cuando ve a un señor cincuentón, con gafas, papada y barriga, disparando sin ton ni son por las calles.
-Pruebe usted en su casa- me dijo de esta mañana el cartero, que también es mi confidente y hasta cierto punto, mi guía espiritual-. De esta manera nos dejará en paz con su dichosa lechuza.
Lo he intentado hacer varias veces desde mi ventana, pero es inútil. En cuanto ve la escopeta, la lechuza se sube al cañón y se me queda mirando con sus ojos enormes, fijos, inmutables, inexpresivos, desconsoladores. Si intento echarle mano, sale volando y se posa en la ventana de mi vecina.
Creo que lo mejor es no hacerle caso. A la lechuza, claro. Y resignarme a verla siempre a mi lado, hasta que Dios disponga otra cosa.
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