Sobre Marco A. Almazán



Marco Aurelio Almazán (Ciudad de México, 22 de enero de 1922 - Mérida,Yucatán, 23 de noviembre de 1991), fue un gran gormondio escritor.

Conocido como Marco A. Almazán y por ende, confundido con Marco Antonio Almazán, aunque según palabras de él mismo, no cambiaría de nombre por ninguna Cleopatra. Nació en el barrio de Mixcoac, de la Ciudad de México, cursando el bachillerato en la Escuela Nacional Preparatoria. Estudió en la Facultad de Arquitectura y en la Facultad de Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

En 1940 marchó a Nueva Orleans, Luisiana, en los Estados Unidos, donde desempeñó el cargo de editor de la revista South. En 1942 regresó a México y presentó los exámenes en la Secretaría de Relaciones Exteriores para ingresar a la carrera diplomática.
Prestó sus servicios en la delegación de México ante las Naciones Unidas en Nueva York, fue enviado como vicecónsul a Londres, Inglaterra y en 1943, con el mismo cargo, a Beirut, Líbano. En 1944, España y ahí apareció su primer libro, El arca de José. En 1971 regresó y radicó en Mérida, Yucatán, en donde vivió hasta su fallecimiento

Ilustre hombre de finísimo humor y exquisita redacción, he aquí un sencillo homenaje a su persona.

Para mayor facilidad, echen un vistazo a la derecha en "archivo" para que lean los textos disponibles. Cada uno tiene la etiqueta del libro del que ha sido extraído.

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Mérida, Yucatán

Mérida, Yucatán
Donde pasó Almazán sus últimos años

dissabte, 19 de març del 2011

El paquete

Hay ocasiones en que la bondad humana y el buen funcionamiento de los servicios municipales se combinan para causarnos serios trastornos. Por regla general nos quejamos de la perversidad del prójimo y de la poca eficacia de la policía, pero repetimos que cuando se da el caso contrario, también hay motivo para tirase de los cabellos, como le ocurrió a don Gumersindo Berruguete con su pescado en estado de descomposición.

El señor Berruguete vive en compañía de su mujer en un minúsculo departamento de un gran edificio multifamiliar, lo cual le ha originado una serie de sicosis y fobias que lo tienen al borde de un colapso nervioso. Además de los ruidos y chismes de la colmena humana donde habita, lo ponen fuera de quicio los múltiples olores que a todas horas se desprenden de las quinientas viviendas que componen la unidad: olor a ajo, a cebolla, a fritanga, a gas y a sábanas de niño puestas a secar al sol. Gumersindo abrió su propio frigorífico y se fue de espaldas al recibir la tufarada de un pescado en las primeras etapas de putrefacción.

-¡María! -rugió el señor Berruguete-. Este pescado está descompuesto. ¡Tíralo a la basura ahora mismo.

-Creo que sería peor –observó la señora-, porque no vienen a recogerla sino hasta mañana por la mañana, si es que vienen.

-Entonces envuélvelo en un papel, para que vaya yo a tirarlo a la calle, antes que se nos metan todos los gatos del barrio.

Doña María envolvió el pescado en la página de sociales y luego hizo un sólido paquete con papel manila y cáñamo. El señor Berruguete salió a la calle con el envoltorio bajo el brazo.

Don Gumersindo caminó siete cuadras sin encontrar ningún bote de basura. Optó entonces por dejar disimuladamente el paquete en el umbral de una puerta, pero en esos momentos salió una ancianita que le sonrió con inefable dulzura. El señor Berruguete continuó calle abajo con el bulto en la mano. Al llegar a una esquina encontró un buzón de correos, y por espacio de varios minutos trató inútilmente de introducir el envoltorio por la ranura. Como no cabía, lo dejó encima del buzón y dio la media vuelta para regresar a su casa. A los cien metros lo alcanzó un cartero muy sofocado con el paquete en la mano.

-Señor –le dijo amablemente-, lo vi dejar esta pieza postal sobre el buzón, pero al recogerla me di cuenta de que le faltan el nombre y la dirección del destinatario.

Don Gumersindo no tuvo más remedio que darle las gracias al cartero, y continuó su camino con el maldito pescado bajo el brazo. Subió a un autobús y dejó el paquete bajo el asiento. En el momento en que se disponía a bajar, uno de los pasajeros lo llamó para devolvérselo.

-No es mío –dijo el señor Berruguete.

-Sí, señor. Yo vi cuando lo puso usted debajo del asiento. Yo también soy muy despistado y sé lo que es eso. Amnesia temporal, la llama mi médico.

Durante el resto del día nuestro hombre intentó diversos procedimientos para deshacerse del malhadado paquete, sin conseguirlo. Se metió en un mercado, con el deliberado propósito de que se lo robaran, pero lo único que le robaron fue la cartera. Trató de colocarlo en la entrada de un banco, pero la mirada austera de un policía lo hizo desistir de su propósito. Se lo dio a un pordiosero, pero éste lo rechazó, aduciendo que sólo aceptaba dinero en efectivo. Lo arrojó al estanque de un parque, y una niñita de bucles de oro lo rescató, a riesgo de ahogarse, y corrió a entregárselo. Por último, llegó a las afueras de la ciudad y se puso a cavar un hoyo para enterrarlo.

La patrulla de policía que lo sorprendió, fue la misma que se encargó de llevarlo a su casa hasta su intranquila esposa.

-Aquí tiene usted a su marido –le dijo el sargento a doña María-. Afortunadamente yo vivo en el mismo edificio, y sé que se trata de una persona decente. De otra manera hubiera tenido que llevármelo preso, por excavar sin licencia en una zona arqueológica. Déle una aspirina y un té caliente, y métalo en cama, pues creo que tiene fiebre. Ha venido diciendo incoherencias en el camino.

Los policías se despidieron. Al llegar a la puerta, el sargento se volvió y fue hacia la paciente y buena señora:

-Aquí tiene usted el paquete, que don Gumersindo dejó olvidado en el coche patrulla...

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