Sería conveniente que dejásemos de compadecer a los animales, puesto que son seres superiores que han llegado ya a un estado de perfección, en tanto que a nosotros todavía nos falta mucho que evolucionar.
En vez de haber sociedades protectoras de animales debería haber sociedades protectoras de hombres.
Yo tengo un amigo gato que me ha demostrado todo lo anterior de una manera irrebatible, sin discursos ni peroratas.
El gato vive sin trabajar y no habla, porque, no le da la gana, pues con sólo decir miau le basta.
Miau quiere decir todo: que tiene hambre, que le abran la puerta, que le han pisado el rabo, que tiene sed, que le gusta la luna, que solicita gata.
Mi amigo el gato acostumbra venir a visitarme casi todas las tardes. Llega a través de las bardas y azoteas, desde no sé dónde –pero evidentemente sin problemas de tránsito ni de transporte- y se cuela por la ventana abierta de la habitación donde escribo.
A cambio de su silenciosa compañía le doy un plato de leche y en ocasiones solemnes una sardina.
Después de beber su leche o de comer su sardina, el gato, que es mas pulcro que muchos de mis congéneres, se limpia las patas y los bigotes, se sube a una silla y se queda largas horas contemplándome con los ojos entornados, pensando en sepa Dios qué cosas.
A veces se duerme y yo respeto su sueño. A veces me duermo yo, y él respeta el mío. Nada de interrupciones y menos de reprimendas o indiscretas porque se le ocurre a uno echar una siesta mientras los demás se rompen la cabeza con costos de producción y estudios de mercadotecnia.
El gato y yo nos entendemos perfectamente, puse él sabe que yo lo admiro. Y aunque él finge admirarme, yo sé que en el fondo me compadece y hasta me tiene cierta lástima. Pero yo le agradezco que disimule.
A cambio de su platito de leche, el gato me dedica cuatro, cinco y hasta seis horas de su vida. Yo no podría hacer lo mismo, pues tengo que trabajar y además no sabría, como él, caminar por las bardas y luego quedarme quieto toda una tarde con los ojos entornados. Su compañía bien vale todos los litros de leche que pudiera darle. A veces he pensado en comprar una vaca, pero mi problema es el de que no tengo espacio donde ponerla. Además de que a mi amigo el gato le parecería que estaba yo exagerando.
El gato jamás murmura ni habla mal de nadie. No hace comentarios tontos sobre el estado del tiempo ni el estado de la política. Le viene muy flojo quién es el tapado. Tampoco hace preguntas ni pide ni da consejos. Mi amigo el gato jamás me ha pedido veinte pesos presados ni les ha encontrado faltas a mis artículos. En reciprocidad, yo también me abstengo de hacer comentarios sobre su vida privada, sus congéneres felinos y su manera de matar ratas.
Cuando mi amigo el gato lo estima conveniente, se despereza, se levanta de la silla, arquea el lomo y me mira fijamente. Con esta mirada me dice todo. Después se dirige parsimoniosamente hacia la ventana, salta con singular elegancia y desaparece por las azoteas. Nada de quitarle a uno el tiempo con despedidas y encargos.
Casi lo mismo podría decir de mi amigo el perro, de mi amiga la paloma, de mi amigo el ratón y de mi amiga Hortensia.
Pero para decir lo mismo de mi amiga Hortensia, necesariamente tendría que decir una serie de embustes.
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