Sobre Marco A. Almazán



Marco Aurelio Almazán (Ciudad de México, 22 de enero de 1922 - Mérida,Yucatán, 23 de noviembre de 1991), fue un gran gormondio escritor.

Conocido como Marco A. Almazán y por ende, confundido con Marco Antonio Almazán, aunque según palabras de él mismo, no cambiaría de nombre por ninguna Cleopatra. Nació en el barrio de Mixcoac, de la Ciudad de México, cursando el bachillerato en la Escuela Nacional Preparatoria. Estudió en la Facultad de Arquitectura y en la Facultad de Derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).

En 1940 marchó a Nueva Orleans, Luisiana, en los Estados Unidos, donde desempeñó el cargo de editor de la revista South. En 1942 regresó a México y presentó los exámenes en la Secretaría de Relaciones Exteriores para ingresar a la carrera diplomática.
Prestó sus servicios en la delegación de México ante las Naciones Unidas en Nueva York, fue enviado como vicecónsul a Londres, Inglaterra y en 1943, con el mismo cargo, a Beirut, Líbano. En 1944, España y ahí apareció su primer libro, El arca de José. En 1971 regresó y radicó en Mérida, Yucatán, en donde vivió hasta su fallecimiento

Ilustre hombre de finísimo humor y exquisita redacción, he aquí un sencillo homenaje a su persona.

Para mayor facilidad, echen un vistazo a la derecha en "archivo" para que lean los textos disponibles. Cada uno tiene la etiqueta del libro del que ha sido extraído.

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Mérida, Yucatán

Mérida, Yucatán
Donde pasó Almazán sus últimos años

dissabte, 19 de març del 2011

La fundación de Tenochtitlan

Siguieron los aztecas su peregrinación hacia el sur, por la carretera nacional Mex-15, pero evitando hasta donde les fue posible las garitas de pago de Caminos y Puentes Federales de Ingresos, con lo cual se ahorraron una fortuna, si bien tuvieron que dar grandes rodeos. Consecuentemente, llegaron al valle de México con algún retraso cuando ya otras tribus se habían apoderado de las mejores tierras alrededor del lago.

Hacia mediados de 1255 acamparon los mexica en las faldas de Chapultepec y procedieron a elegir rey. Durante algunas semanas se rumorearon los nombres de diversos candidatos, hasta que la Asamblea Nacional del PAI (Partido Azteca Inmemorial), dio a conocer su tapado, que resulto ser el licenciado Huitzilihuitl, individuo hasta entonces un tanto oscuro y anodino, pero a quien de la noche a la mañana se le reconocieron relevantes méritos como estadista, organizador y revolucionario. Inmediatamente se unificaron los criterios y la tribu entera se lanzó a la cargada Los teponaxtlis funcionaron a todas horas, transmitiendo mensajes de adhesión y las pencas de maguey resultaron insuficientes para dar cabida al alud de jeroglíficos venidos de todas partes del reino, en que se ensalzaban las virtudes del candidato, haciendo resaltar su dinamismo ejemplar, su enorme capacidad de trabajo, su profundo sentido humano, su fecunda actividad, su extraordinaria facultad de organizador, su patriotismo acendrado, su sentido de responsabilidad y su entrega total a la causa de la tribu y del partido. En fin, todos los ditirambos usuales en estos casos. A nadie extrañó, por lo tanto, que el señor Huitzilihuitl resultase elegido por abrumadora mayoría de votos.

Poco tiempo le duró el gusto, sin embargo. Las naciones vecinas veían con desconfianza a los recién llegados, presintiendo, quizá, que dados sus procedimientos de aplanadora con el tiempo llegarían a imponerse sobre todas las comarcas ribereñas de la laguna, como efectivamente sucedió. Por lo pronto, los de Xaltocan les declararon la guerra, y tras cruentos combates derrotaron a los aztecas. En la lucha murieron Huitzilihuitl y la reina Xochipan, así como muchos jefes importantes de la tribu.
A consecuencia de la derrota, los mexica quedaron sometidos a servidumbre. Pero su dios Huitzilopochtli —que era algo así como el futuro oráculo de Jiquilpan, a pesar de no ser michoacano— les aconsejó que enviasen una embajada al rey de Culhuacán, para pedirle ejidos donde sembrar su maicito y fundar una ciudad. Ante el temor de una expropiación a la brava, el monarca les asignó terrenos baldíos por Tizapán, sin más condición que los tapiaran y se abstuviesen de pintarrajear las bardas con propaganda política.

Los aztecas aceptaron —no les quedaba otro remedio— y durante algún tiempo se estuvieron quietos, dedicándose exclusivamente a manufacturar “Mexican curios” para lo que después serían las tiendas de Alí Babá en la Zona Rosa.

Tenoch era gran sacerdote de los aztecas y había ejercido el gobierno teocrático desde cuatro años antes de llegar a Chapultepec. Con la elección de Huitzilihuitl, Tenoch pasó a ocupar una oficialía mayor sin importancia, pero después de la batalla con los de Xaltocan y la muerte del monarca, el gran sacerdote recobró el mando y se hizo cargo de la presidencia del PAI. Mientras tanto, ocurrió que los culhua tuvieron guerra con los xochimilcas, a causa de que éstos les estaban quitando turismo, y el resultado fue que se liaron a garrotazos en la gran batalla de Ocolco. Viéndose casi vencidos, los culhua llamaron en su auxilio a los mexica, quienes lucharon con gran bravura y obtuvieron la victoria.

El triunfo sobre los xochimilcas, que lograron los aztecas sin armas y sin escudos, a pedrada limpia, les hizo comprender que habían recobrado su antiguo poderío. Inmediatamente se pusieron al brinco con el rey de Culhuacán, y éste los mandó expulsar de sus dominios. Los aztecas se instalaron provisionalmente en Mexicaltzingo, pero ya en plan de a ver qué pasa. Luego se trasladaron a Iztapalapan, después de haber sido perseguidos por toda la laguna, y de ahí salieron hacia Acatzintitlán. Este último sitio no fue de su agrado, ya que les costaba mucho trabajo deletrearlo, y en consecuencia decidieron establecerse en Iztacalco, en calidad de inmigrantes rentistas. Pero como no pudieron demostrar cuáles eran sus rentas, y en cambio se pintaban el rostro y se tronaban sus cigarritos de Doña juanita, Gobernación se les echó encima y les dio un plazo de veinticuatro horas para abandonar el sitio, considerándolos como “hippies” y extranjeros perniciosos. Fue la primera vez que se aplicó el Artículo 33 en el risueño valle de México.

Pero Tenoch, que se las sabía todas, les mostró a sus súbditos una moneda de un peso y les indicó que buscasen el lugar donde apareciese un águila devorando a una serpiente sobre un nopal. Los aztecas se lanzaron por todos los ámbitos de la laguna, hasta que dieron con un islote de mala muerte donde efectivamente hallaron la majestuosa ave disponiéndose a merendar. Al principio los exploradores quedaron un tanto indecisos, ya que vieron al águila de frente, con las alas extendidas en toda su gloria, en tanto que el emblema que les había mostrado Tenoch la representaba de perfil, medio jorobada y en una postura un tanto equívoca. Pero el gran sacerdote los tranquilizó, haciéndoles ver que esta última imagen sólo era resultado del espíritu de contradicción de algunos revolucionarios iconoclastas y astigmáticos. El águila de frente, con el gesto altivo y las alas extendidas, fue como la vieron los mexica, y así es como debiera seguir siendo símbolo de nuestra nacionalidad.

En plan de paracaidistas, los aztecas se instalaron en el islote un día del año de 1312. Levantaron chozas de tule y paja, y procedieron a la construcción del teocalli. Luego surgió el tzornpantli y después vinieron los palacios y residencias de los emperadores y los miembros influyentes del PAI. El populacho, para no caerse al agua, se vio obligado a construir chinampas y a traer cascajo de las riberas para ir ampliando la ciudad. Desde el primer momento la Gran Tenochtitlan tuvo que enfrentarse con el tremendo problema del congestionamiento, la falta de espacio y la escasez de transporte. Según el Códice Mendocino, desde un principio se pensó en la necesidad de construir un “metro”, pero la falta de fondos, el papeleo burocrático y la desidia de los municipios determinaron que la obra se pospusiera durante 655 años, hasta que llegó mi general Corona del Rosal, con sus ímpetus de hormiga arriera.
La ciudad creció y padeció innumerables calamidades: inundaciones, terremotos, incendios, cuartelazos, motines y algaradas, sitios (pero jamás de taxis), invasiones, huelgas, tolvaneras, hambres y pestes. Supo de regentes avorazados y arbitrarios, de soldadescas extranjeras, tropas revolucionarias, cancionistas a bordo de autobuses, turistas norteamericanos, patrulleros, inspectores de toda clase, pandilleros, motociclistas, mordelones
y azules desgarbados, carteristas, halcones y choferes greñudos e insolentes. Sufrió baches, hundimientos, colonias proletarias, embotellamientos de tránsito, conciertos dominicales, adulteración de la leche y pedrizas con los granaderos. En fin, que pocas ciudades en el mundo hubieron de padecer las mil y una plagas que asolaron y asolan a la Gran Tenochtitlan

Posiblemente si Huitzilopochtli les hubiese vaticinado a los mexica lo que se dejaba venir, éstos hubieran matado de una pedrada al pajarito aquél que les cantó “tihuí, tihuí”, y se habrían quedado en la legendaria Aztlán, dejando en paz al águila en su islote. 

Invocación al demonio

En vista de que en estos últimos años se han puesto de moda el exorcismo, los congresos de brujos y las misas negras, conviene estar preparado en caso de que se le vaya a uno la mano y de repente se aparezca el diablo.

Vamos a suponer que una lluviosa tarde de domingo se encuentra usted en su casa más solo que un gobernante a fines de sexenio, más aburrido que un enano y sin un peso en el bolsillo. Ya ha resuelto los crucigramas de todos los periódicos y revistas a su alcance. Ya ha fundido tres veces los fusibles tratando de arreglar esa rasuradora eléctrica que no funciona desde que se la regalaron la pasada Navidad. Tampoco puede llamar por teléfono a Purita, en virtud de que hace un mes le cortaron el servicio por falta de pago, y además Punta dedica las tardes de los domingos a su marido, llueva o haga buen tiempo. Ya ha verificado por centésima vez que no es capaz de pasar de la página cuarenta y siete de “El otoño del patriarca”, sin un punto y aparte que le permita respirar, por lo cual, llevado por el tedio, toma otro libro al azar y resulta que se trata de un manual de ocultismo. Lo hojea y en una de sus páginas encuentra la fórmula para invocar al diablo. No teniendo nada mejor que hacer, sigue las instrucciones del manual al pie de la letra —aunque con una alta dosis de escepticismo—, enciende las siete velas negras que prescribe el tratado, recita las cantinelas que se le indican y de repente, para su asombro, se encuentra con que frente a usted hay un individuo de pésima catadura, con cuernos y rabo, que despide un nauseabundo olor a azufre y que le mira malignamente, frotándose en el pantalón sus pezuñas de macho cabrío.

¿Qué hacer?
Existen varias opciones:
a). Preguntarle quién es, y si responde que Lucifer, usted le dice que perdone,  pero que a quien llamaba era a Satanás, o viceversa. El diablo soltará una palabrota y desaparecerá dejándolo en paz, pues tiene muchas otras cosas que hacer. (Recuerde que es domingo en la tarde y que está lloviendo, o sea que nada más las carreteras determinan que no se dé abasto).

b). Hacerse el débil mental y preguntarle si este camión pasa por el Zócalo. El demonio también desaparecerá rápidamente, lanzando un bufido y dándose a todos los diablos por que haya idiotas que le hagan perder su tiempo.

c). Impertérrito, decirle con cierta soma: “Bueno, Satanás, ya me tienes aquí. ¿Qué deseas?” Astuta maniobra para desconcertar al diablo, quien de inmediato dirá que fue usted quien lo llamó a él y no él a usted. Pero usted se mantiene firme en su actitud e inclusive se muestra un tanto agresivo. Después de unos minutos de alegato, el maligno acabará por echarle la culpa al desbarajuste que existe en el infierno, a causa del papeleo burocrático, y terminará despidiéndose de usted con un “hasta luego”. (Los protervos del Averno no pueden decir “adiós” por razones obvias).

d). Hacer alguna frívola y original broma acerca de los Cuernos del visitante. Esta actitud es poco recomendable. Y si el diablo trae tridente, puede resultar muy peligrosa. Si no lo trae, cuando menos le soltará una coz, pues ya se sabe que es muy descomedido y que no tolera chanzas ni chirigotas, sobre todo en relación con su cornamenta. Al igual que cualquier marido a quien su mujer le decora el frontispicio.

e). Decirle que es usted agente del “Selecciones del Reader’s Digest”, y que lo ha invocado para informarle que es uno de los afortunados escogidos por la computadora IBM para participar en el XIV Sorteo de los Aguinaldos en combinación con la Lotería Nacional y las próximas elecciones para diputados (que en realidad vienen siendo lo mismo). Este desplante también puede resultar arriesgado, ya que una vez el diablo solicitó un libro sobre cocina húngara, de los que edita la mencionada revista, y luego ocurrió que la computadora aparentemente se descompuso y durante tres años le cobraron dieciocho veces la misma cuenta, con Carta tras carta de doña Blanquita Sierra, recordándole su supuesto adeudo y haciéndole ver lo feo que resulta ser cliente moroso.

f). Quedarse muy sorprendido y luego exclamar: “¡Huy, un cura progresista!”... El demonio hará la señal de la cruz y saldrá de estampida, inclusive dejando olvidado el tridente, pues ya se sabe lo que significan estas confusiones.

g). Preguntarle con gesto de fenicio cuánto ofrece por su alma, regatear lo que sea necesario y en cuanto el ofrecimiento rebase los diez mil pesos, vendérsela sin más trámite para irse a matar el ocio con el dinero tan fácilmente adquirido, aunque no alcance para gran cosa, pues ya se sabe lo que cuestan los sitios donde se mata el ocio. No importa que sea tarde de domingo y que esté lloviendo. Y tampoco será problema que Purita no esté disponible. El mismo demonio le facilitará a usted con mucho gusto una lista de direcciones bastante interesantes. 

Alta economía

UNO. Yo me pregunto una cosa: ¿sube el Costo de la vida o suben las cifras?

OTRO. Bueno, en realidad no se pregunta usted una, sino dos cosas. Así es como empieza la inflación, señor mío.

UNO. Permítame que me explique: si usted gana veinte y la vida le cuesta veinte, ¿qué ocurre?

OTRO. Pues que nunca tengo nada.

UNO. ¿No es lo mismo que si ganara treinta y la vida le costase treinta?

OTRO. Probablemente. Pero sigo sin tener dónde caerme muerto. Sin embargo, se supone que he tenido con qué sufragar mis gastos, aunque sólo sean los más elementales. Lo verdaderamente gordo es cuando gano veinte y la vida sube a treinta.

UNO. ¡Éste es el problema! Eso es lo que se llama crisis económica. Ahora dígame usted cómo resolverla.

OTRO. Pues yo creo que haciendo que la vida cueste veinte y que yo gane treinta.

UNO. ¿Y para qué quiere los diez que le sobran?

OTRO. Hombre, pues para muchas cosas. Pero siendo corno soy, ciudadano ambicioso y emprendedor, lo más probable es que pondría a trabajar los diez que me sobrasen, para convertirlos en veinte, treinta, cuarenta, cincuenta...

UNO. ¡Ah! Eso se llama especulación.

OTRO. ¿Y tiene algo de malo?

UNO. ¡Muchísimo! El que especula siempre acaba llevándose a alguien entre las espuelas.

OTRO. Bueno, como no me lo lleve yo a usted, que es mi amigo, ¿qué importa que me cargue a otros que ni siquiera conozco?

UNO. Es decir, que me protegería usted.

OTRO. Sí, señor. Desde luego. No faltaba más, hombre.

UNO. ¿Y no sabe usted que el Proteccionismo es precisamente la carcoma de los países subdesarrollados?

OTRO. Bueno, en primer lugar, yo no soy país desarrollado que proteja a países subdesarrollados, entre los cuales desde luego no se encuentra usted. Yo soy Melesio González, hombre de paz y amigo de todo el mundo. Por otra parte, eso de que el proteccionismo es carcoma, me suena a demagogia. ¿No será que acaba usted de improvisar la frase?

UNO. Yo me paso la vida preparando frases improvisadas. A veces me lleva un año cocinarlas. ¿No le parece preciosa la que acabo de espetarle?

OTRO. Claro que sí. Y además es muy profunda. Pero no deja de inquietarme

UNO. No tiene por qué inquietarle, don Melesio. Las frases improvisadas no tienen mayor trascendencia, en tanto no se apliquen a principios de política internacional, como cuando Echeverría dijo que el Sionismo era una forma de racismo y luego tuvo que mandar a Rabasita a pedir perdón de rodillas a Israel, para que no se interrumpiera la corriente de turistas gringos judíos a México. Pero en el campo de la economía, todo se reduce a un simple juego de niños: ¿que sube el costo de la vida? Pues se suben los ingresos. ¿Que suben los ingresos? Automáticamente suben los precios. Es como el cuento de la buena pipa. ¿Se acuerda usted?

OTRO. Yo no, porque no soy tan viejo. Sin embargo, volviendo al punto, en este incesante y alternado subir siempre pierden los mismos.

UNO. ¿Quiénes?

OTRO. Los que no especulan, ya que al subir el costo de la vida, no suben sus ingresos.

UNO. Ésas son las víctimas que necesariamente se inmolan para que la circulación fiduciaria no aumente en demasía, provocando una inflación incontenible en sentido de espiral.

OTRO. ¡Atiza! ¿Otra frase?

UNO. Varias. Y ahí le van más: la alta economía cuece a nivel mundial, pero sin control dirigido. Consecuentemente, si a un país cualquiera se le ocurre aumentar sus ingresos, siendo dueño de un producto natural indispensable y apetecible —digamos petróleo— le basta subir el precio de su mercancía, en este caso los crudos, y ya tenemos una reacción en cadena. Los países industrializados consumidores de petróleo automáticamente suben los precios de sus productos manufacturados, que consumen los petrolíferos, y de esta manera quedan a mano. Es lo mismo que si a un panadero se le ocurre comprarle un abrigo de visón a su mujer y para lograrlo con rapidez sencillamente sube el precio de su pan.

OTRO. Me pasman sus conceptos, amigo mío. ¿Es usted acaso economista?

UNO. No, señor. Soy panadero. Y a mi mujer se le antojó que le regalara yo un abrigo de visón el día de su santo. 

La impotencia

—No hay nada que más me desespere que la impotencia -—suspiró Procopio Gelatina, nuestro cándido amigo y contertulio—. Eso de querer y no poder, eso de estar dispuesto y no tener con qué, ni saber cómo, ni lograr hacer nada, es algo verdaderamente horrible y espantoso.
— ¿A qué te refieres concretamente? —le preguntó alguien del grupo.
—Pues me refiero al no poder en general, pero si quieres te puedo citar cuatro casos en que he sido víctima de la impotencia y he sufrido intensamente a causa de ella.

La primera vez que sufrí sus descorazonadores efectos ocurrió hace cosa de quince años, cuando habiendo ido un grupo de chicos y chicas a un día de campo, mi novia y yo nos perdimos y nos separamos involuntariamente de la palomilla. Por más gritos que dimos, nadie nos oyó. Estábamos los dos totalmente aislados, en medio del monte y a varios kilómetros de distancia del pueblo más cercano. Cuando sentimos hambre, no nos quedó más remedio que comer solos. Afortunadamente mi novia llevaba un paquete de pan en rebanadas y yo una lata de sardinas.
— ¿Y qué pasó? - —preguntamos todos con mucho interés.
—Pues nada, que nos sentamos sobre unas piedras a la orilla de un riachuelo, extendimos un pañuelo en el pasto y nos dispusimos a comer.
— ¿A qué? —preguntó un contertulio que era medio sordo y había oído otra cosa.
—A comer —repitió Procopio—. Mi novia colocó el pan sobre el pañuelo y yo saqué la lata de sardinas, pero en ese momento me di cuenta de que no traía abrelatas, ni navaja, ni ningún otro instrumento apropiado para abrirla.
— ¿A quién? —indagó otro que era muy mal pensado.
—A la lata, naturalmente —repuso Procopio—. Aquello fue el suplicio de Tántalo, como podrán ustedes imaginarse. Ahí estaba la lata, adentro estaban las sardinas, pero no había manera de abrirla y de llegar a ellas. Traté de horadarla con una piedra, pero nada. Y nadie podía acudir en nuestra ayuda, pues repito que el primer sitio poblado estaba muy lejos de donde nos hallábamos. No había ni un alma en veinte kilómetros a la redonda. Mi novia se recostó en el pasto, sonrió enigmáticamente y dijo algo de que al cuerno con las sardinas, pero a mí todo se me fue en darle vueltas a la lata en las manos. Así comprobé por primera vez los amargos efectos de la impotencia. ¡Tener hambre, poseer una lata de suculentas sardinas y no poder abrirla! ¿Se imaginan ustedes qué desesperación la mía?

Procopio Gelatina bebió un pequeño sorbo de limonada y continuó su relato:
—La segunda vez me ocurrió en un edificio de apartamentos en la ciudad de México. Entramos en el elevador una señora joven, guapetona ella, muy exuberante de carnes, y yo. El artefacto se descompuso a medio camino y se detuvo justamente entre dos pisos. Ni para arriba ni para adelante, digo, ni para arriba ni para abajo. Toqué el botón de alarma y acudieron unos vecinos, quienes nos informaron desde afuera que el portero había ido a comer a una fonda cercana, pero que no nos alarmásemos, pues regresaría en una o dos horas. Por lo visto él era el único capaz de arreglar y de poner nuevamente en marcha al condenado elevador. La señora joven y guapetona sonrió, se encogió de hombros y sacó un cigarrillo. “Bueno, yo no tengo ninguna prisa”, me dijo con gran desparpajo, “¿y usted?”. “Yo tampoco”, le respondí. “Pues entonces vamos a pasar el rato de la mejor manera posible”, volvió a sonreír la muy pícara. “¿Quiere usted darme lumbre?” Me busqué en todos los bolsillos, y nada. Tonto de mí, pues al cabo de media hora de registrarme toda la ropa, me acordé de que no fumaba. Después me puse a buscar la manera de proporcionarle fuego a mi bella acompañante, pero ningún procedimiento me dio resultado: froté dos lápices hasta que los rompí, tratando de que se encendieran como hacían los hombres de las cavernas con dos leños; intenté concentrar los débiles rayos del foco eléctrico con una pequeña lente de aumento que siempre traigo en el bolsillo, y por poco causo un cortocircuito y me electrocuto al meter el dedo y el cigarro dentro del enchufe del foco, pero nada. Lo único que conseguí fue que nos quedáramos a oscuras.
 — ¡Hombre, qué interesante! —exclamé—. ¿Y luego qué pasó?
—Pues nada —continuó Procopio—, que por fin llegó el bendito portero y echó a andar el elevador. La señora joven, guapetona y exuberante de carnes estaba furiosa, como era de esperarse: ¡dos horas de estar encerrada conmigo y sin poder fumar su cigarrillo! Ustedes saben lo que significa este suplicio para los aficionados al humo. Con decirles que cuando salimos, ni siquiera se despidió de mí. Yo también estaba que me llevaba el diablo, pues no hay nada que frustre más que la impotencia, el querer hacer algo y no poder conseguirlo. Desde entonces siempre ando con un encendedor y varias cajas de cerillos.
Procopio rió con su
risa de caballo, sacó una, nos la mostró y la agitó en el aire.
—La tercera, vez —prosiguió fue cuando estaba yo trabajando en aquella casa de venta y reparación de televisores. ¿Se acuerdan ustedes? Una tarde me mandaron a componerle el aparato a una señora.
— ¿Qué aparato? —preguntó con soma un amigo.
—El de televisión, naturalmente. ¿Cuál otro iba a ser? Ni modo que el aparato respiratorio.

Procopio volvió a reír como caballo y continuó.
—Según parece, el marido de esta señora acababa de divorciarse de ella porque la había sorprendido en pleno combate amoroso con un vendedor de seguros. Yo llegué a su departamento y estuve tocando el timbre de la puerta un rato bastante largo, hasta que vino a abrirla envuelta en una toalla. “Perdone, joven”, me dijo muy sonriente, “pero estaba yo en la regadera. Haga favor de pasar, siéntese y prepárese usted mismo un whisky. No tardo ni dos minutos”. En realidad tardó como cinco, pero regresó a la sala muy perfumada y entalcada, con un negligé más transparente que la democracia del PRI. “¿No se ha preparado su trago?”, me preguntó. “No, señora”, le respondí. “Bueno, pues entonces voy a preparar dos para los dos. O mejor de una vez preparo cuatro, pues luego da mucha flojera levantarse”. Yo la miré con asombro. “¿Levantarse de dónde?”, le pregunté. Por toda respuesta soltó una carcajada y después me hizo una mueca, sacándome la puntita de la lengua. De la lengua de ella, claro.

A pesar de que veía que estábamos en ascuas, Procopio bebió muy parsimoniosamente el resto de su limonada y luego prosiguió:
—Bueno, para no hacerles el cuento largo, nos bebimos seis whiskies cada uno, con muchas risotadas y cruzar y descruzar de piernas por parte de ella. En eso se desató un tremendo aguacero.
— ¿Y qué pasó? —gritamos todos.
—Pues nada, que se fue la luz y no pude componer el aparato de televisión. Me quedé más de dos horas platicando frente a la ventana, esperando que pasara la lluvia y volviera la corriente.
— ¿Y la dama? —preguntó el más joven del grupo.
—Nada, que al cabo de un rato yo creo que se aburrió, pues dejó de reírse y de cruzar y descruzar las piernas y se fue a su recámara. Como dejó la puerta entreabierta, pude oír que decía unas palabrotas de chofer de camión, hasta que empezó a roncar y entonces deduje que se había quedado dormida. Claro, con seis whiskies entre pecho y espalda... Y como la luz no volvió, yo tuve que marcharme a casa, con la frustración de no haber podido componer la televisión.

Procopio Gelatina se limpió delicadamente los labios con una servilleta.
—Sin embargo —terminó--—, la cuarta vez que sufrí los terribles efectos de la impotencia fue la peor, ya que sucedió precisamente en mi noche de bodas.
Todos paramos la oreja.
—Cuando llegamos al hotel mi mujer y yo —Continuó Procopio—, Clarita me dijo que había olvidado las llaves de su maleta. Traté de abrirla con las mías y luego con un destapador de botellas, pero por más que porfié y me esforcé por largo rato, no pude conseguirlo. Total, que nos pasamos la noche en vela. Lo único que conseguí fue romperme las uñas.
— ¿Pero para qué demonios querías abrir la maleta? —aullé.
—Es que adentro estaba el camisón de Clarita —sonrió anémicamente nuestro amigo, el impotente Procopio Gelatina. 

Terapéutica de antaño

Una de las razones por las que gozo de buena salud —gracias a Dios— es el miedo espantoso que les tengo a las enfermedades. Y más que a las enfermedades, a los procedimientos para combatirlas.
Yo pertenezco a una generación que supo de ciertos remedios drásticos, inspirados sin duda en los suplicios y tormentos practicados por la entonces reciente Inquisición. De pequeño, muchas veces me aguanté un terrible dolor de anginas, antes que hacerlo público y caer en garras de la terapéutica familiar. Esta consistía, en el caso de la amigdalitis, en darle al paciente “toques” de tintura de yodo, que hacían ver las estrellas y toda la Vía Láctea en su magnífico esplendor; o bien de azul de mitileno, una sustancia que ardía menos, pero que lo dejaba a uno escupiendo azul durante un mes, como si fuera candidato panista, aunque en aquella época todavía no existía el PAN, no sé si afortunada o desgraciadamente.

Los dichos “toques” consistían en sujetar un trozo de algodón mediante una liga en el extremo de un lápiz o de un palito cualquiera, mojarlo en yodo o en azul de mitileno y después paseárselo al doliente por toda la garganta, con repiqueteo de la campanilla y excursiones por la lengua y el paladar. Además del escozor, el método provocaba horribles náuseas. Y a veces complicaciones más graves, como las que me originaba a mí tragarme el algodón con todo y liga, a causa de mi pataleo y del consecuente redoblamiento de ímpetus por parte de la aplicante. Y digo “la”, porque ésta solía ser mi señora madre. O peor aún, mi señora abuela. Ambas damas frágiles, como todas las de su época, que se desmayaban a la vista de un ratón, pero que en esto de aplicar toques desplegaban insospechados bríos para llegar al fondo del asunto.

La inocente tos, que ahora se cura con pastillas, en aquellos tiempos ameritaba también curaciones de caballo, ya que se le consideraba como indicio de tisis latente. Nos daban a chupar terrones de azúcar impregnados de petróleo —sí, señor, de petróleo— y después nos aplicaban sobre el pecho unos emplastos de antiflogistina ardiendo. La tal antiflogistina era una pasta pegajosa, que olía a demonios y sobre todo quemaba como una plancha recién sacada de la lumbre. (En aquella época las planchas no eran eléctricas, sino que se ponían a calentar sobre las brasas. Las planchadoras se mojaban un dedo con saliva y lo pasaban rápidamente por la bruñida superficie del artefacto, para ver si estaba suficientemente caliente. (A veces no se mojaban bastante el dedo y entonces se les quedaba pegado en la plancha). Cuando dos o tres días después se quitaba el emplasto de antiflogistina, éste se llevaba adherida una generosa porción de epidermis.

Los resfriados se combatían también con recursos heroicos. Uno de ellos consistía en darle un baño de pies al enfermo, con agua hirviendo y mostaza. El cuitado invariablemente lloraba. Si no por la chamusquina, por efecto de los vapores de mostaza. Al dar de gritos, siempre se nos recordaba el sacrificio de Cuauhtémoc. “¿Acaso crees que estoy en un lecho de rosas?”, lloriqueaba mi abuela, que también se quemaba las manos y se asfixiaba con las emanaciones. Después venía el te de limón, hirviendo, con su chorrito de tequila y dos aspirinas. Este remedio era agradable en sí, pero después lo hacía sudar a uno como un condenado, máxime que se le arropaba con cuatro cobertores y el sarape del abuelito. El buen señor, sin embargo, no pasaba frío al ser despojado de su prenda, ya que él se bebía el resto del tequila. Mi abuelo Homobono siempre estaba deseando que hubiera agripados en la familia.

Con la llegada del verano surgían los padecimientos gastrointestinales, que siempre se achacaban a la fruta verde. El tratamiento se iniciaba con una feroz lavativa. En todos los cuartos de baño había un clavo, del cual colgaba el irrigador, un recipiente de peltre con capacidad para dos litros y medio. El proceso era doloroso, angustioso y humillante. Se llenaba de líquido e1 recipiente, se diluían en él los polvos laxantes que había recetado el médico y preparado el boticario, se untaba de vaselina a la cánula, y luego, ¡zas!, para adentro. La aplicante mantenía el irrigador en alto para que el agua saliera con más fuerza, y musitaba una oración que, por lo visto, también era muy efectiva para limpiar y despojar el vientre. Uno, tendido boca abajo en el suelo, sobre un cobertor, sentía que lo inflaban como globo y que le estallaban las tripas. A los gritos de “¡ay, mamagrande, ya no aguanto! “, la tenaz señora contestaba con un: “Ya falta poquito. Reza un Padre Nuestro y medita sobre el martirio de San Expedito, que murió empalado”. Después venía la debacle, que dicen los franceses.

Como complemento, se nos administraban cucharadas de aceite de ricino de la afamada casa italiana Erba. Este era un líquido viscoso y repugnante, que sabía a demonio. A mis primos de Tacubaya se lo daban mezclado con jugo de naranja o con cerveza, razón la cual hasta la fecha no soportan ni siquiera la mención de ambos líquidos. A nosotros, los de Mixcoac, nos lo daban al natural, una cucharada tras otra. Lo más que se nos permitía era apretarnos las narices durante el trance. ¡Y ay del que lo escupiera o lo vomitara! No solamente nos duplicaban la dosis, sino que encima nos daban una cueriza con un cinturón que, según el abuelito Homobono, había pertenecido a mi general Sóstenes Rocha. El valor histórico de la prenda, sin embargo, no mitigaba el dolor que causaban los fajazos.

En la actualidad, gracias a los adelantos de la ciencia médica, todo se resuelve con inyecciones de antibióticos y operaciones quirúrgicas. Físicamente hablando, son menos torturantes que los remedios de antaño. Pero desde el punto de vista económico, lo dejan a uno más baldado que los “toques”, la antiflogistina y las lavativas. Por eso yo no me enfermo. Y si me enfermo, me aguanto, como lo hacía cuando de pequeño me dolían las anginas. 

Tangos con acompañamiento de mariachis

Hace algún tiempo recibimos la grata visita de una delegación comercial y financiera argentina, integrada por treinta y ocho hombres de empresa que vinieron a tratar diversos aspectos relacionados con la integración del Mercado Común Latinoamericano. Por principio de cuentas, y de acuerdo con sus colegas mexicanos, se convino en crear una Bolsa Mexicano-Argentina de Importación. Y acto seguido se pensó en la necesidad de editar a toda prisa un diccionario mexicano-argentino para poder entenderse entre sí, a fin de no verse en el penoso caso de tener que recurrir al finlandés o al húngaro a efecto de continuar las conversaciones.

En aquella ocasión, sin embargo, sirvió de intérprete un ciudadano nacido en Peralvillo, pero que años atrás se había marchado de bracero a la Argentina, donde vivió y trabajó en el popular barrio bonaerense de La Boca. Consecuentemente, dominaba a la perfección nuestro “caló” capitalino y el “lunfardo” porteño, y lo misino zapateaba un jarabe que se marcaba un tango compadrón. No obstante, el intenso esfuerzo intelectual que tuvo que desplegar en la primera sesión de los hombres de negocios lo dejó extenuado, al grado de que tuvieron que mandarlo después a pasar una temporada de reposo y recuperación a Cozumel y luego a Bariloche.
—-La única manera de salir de esta mistonga que nos descangaya a los latinoamericanos, che —observó uno de los delegados argentinos en la reunión inicial —es amurando a los bacanes que nos han afanao durante tanto tiempo. No importa que no tengamos guita o menega. Bien podemos chamuyar entre nosotros y cambalachear pilchas por tamangos. ¿Qué más nos da morfar faimas al principio, hasta que nos hagamos cancheros y nos empiece a piantar la plata? Todo es afanar el canyengue, che.

— ¿Qué dice? —preguntaron los mexicanos un poco nerviosos.
El intérprete se rascó la cabeza y le echó un chorrito de tequila a su mate.
—Pos que l’única manera de salir de brujas es tirando a lucas a los changos que nos han estado haciendo de chivo los tamales y mangoniando desdi hace rato. Que no li’aunque que no téngamos lana. Que podemos cotorrear entre nosotros y cambalachiarnos tacuchis por cacles. Que qué más nos da tiacualiar puras gordas al prencipio, hasta que nos póngamos abusados y nos empiecen a cáir los tecolines. Que todo es agarrar la onda, mis cuates.

Los delegados mexicanos sonrieron.
—Juega el gallo —dijo uno de ellos—. Nosotros estamos dispuestos a atorarle. Ora es cuando, chiles verdee le van a dar sabor al caldo.
— ¿Qué dice, che? —preguntaron los argentinos.
—Que les hace berretín el rebusque —tradujo el intérprete.
—Macanudo, che. Pero no nos hagamos otarios. Vos tenés kerosén, que a nosotros nos hace falta en el cotarro. Y en cambio nos sobran pingos, bien cebaos con los yuyos de la pampa. ¿Qué sacudís si los bolicheamos por comienzo?

Los mexicanos miraron al intérprete con angustia.

—Pos que ´stá suave la movida, manitos explicó éste — Pero que no nos hágamos tarugos. Que nosotros tenemos petróleo, que a ellos les está haciendo falta en su cantón, y en cambio tienen hartos cuacos, muy bien dados con el zacatito que se recetan en los llanos. Que qué dicen ustedes si por ái le entran primero, como quien dice pa’ principiar antes que nada.

Mexicanos y argentinos se abrazaron con lágrimas en los ojos. No tanto por las operaciones mercantiles en perspectiva sino por la dicha de poder entenderse. Ya en este plano de mutua comprensión elaboraron un fructífero programa para trocar briyos por huipiles, catreras por petates, lengues por paliacates, polleras por rebozos y vino peleón por tlachicotón con moscas.

Mientras don Miguel de Cervantes Saavedra se retorcía en su sepultura, todos acabaron cantando tangos con acompañamiento de mariachis. 

Lo que el vulgo sabe acerca de Napoleón

Que era chaparrito.
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Que llevaba siempre una mano metida en la guerrera. Según unos, porque padecía úlcera gástrica; según otros, porque se le había caído un botón y ninguna de sus dos mujeres tuvo el comedimiento de pegárselo, ya que en aquella época también existía una que otra liberada.

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Que se ponía el sombrero de dos picos al revés, es decir, con éstos apuntando a uno y otro lado, en vez de hacia atrás y adelante. Cuando el vulgo se entera de que dichos sombreros también se llamaban bicornios, automáticamente relaciona el de Napoleón con las veleidades amorosas de Josefina y de María Luisa.

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Que usaba un mechón sobre la frente.

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Que nació en Ibiza, Sicilia, Cerdeña o una isla de por ahí. Algunos saben, correctamente, que nació en Córcega, pero luego meten la pata al escribir que era corzo, con zeta, lo cual es una barbaridad, ya que el corzo con zeta es un cuadrúpedo rumiante europeo de la familia de los cérvidos, en tanto que Napoleón, aunque europeo, no era cérvido, sino que pertenecía a la familia de los Buonaparte, de Ajaccio, Zona Postal 12.

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Que guerreó con medio mundo, inclusive con Rusia, si bien al llegar a Moscú volvió por el frío. Igual que aquel embajador nuestro que no llegó a presentar sus cartas credenciales en Bucarest, Rumania, por el mismo motivo.

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         Que invadió España y colocó en el trono de aquella sufrida nación a su hermano José, a quien el pueblo rápidamente llamó “Pepe Botella”, por su afición a los alipuses.

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Que decía que la música era el menos molesto de los ruidos. (Y eso que
no llegó a conocer la “pop” de nuestros melenudos contemporáneos).

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Que inventó el coñac que lleva su nombre.

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Que participó en la toma de Tolón y luego mandó fusilar al campanero.

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Que entre muchas otras frases célebres dijo: “el Estado soy Yo”. (Lo cual también es una soberana burrada, ya que quien la dijo fue Luis XIV, pero póngase usted a discutir con el vulgo).

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Que su primera mujer, Josefina, era mulata. Sólo por el hecho de haber nacido en la Martinica, lo cual equivale a decir que Silvia Pinal es yaqui porque nació en Sonora.

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Que tuvo como segundo frente (no militar) a una condesa polaca estupenda, doña María Walewska. Otros creen que fue Greta Garbo, la célibe actriz sueca que algunos años después hizo el papel de la condesa en una película.

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         Que estuvo prisionero en una isla y luego fue desterrado a otra, en la cual murió. (¿Elba? ¿María Cleofas? ¿Santa Elena? ¿María Madre? ¿La del Diablo? ¿María Magdalena?).

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Que fue derrotado en Watergate.

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¡Ah!, y que todos los locos creen que son él.